El transiberiano (V) - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


Último tramo de tren hasta Mongolia

Por fin sale el tren hacia Mongolia. En el primer tramo comparto mi cabina de segunda clase para cuatro pasajeros sólo con una abogada buriata que trabaja para un banco ruso. Es muy, muy tímida, y casi me da vergüenza que tenga que compartir cabina conmigo, pero es que así son las cosas. Luego se baja en Ulan Ude y se sube Alexei Nikolaievich, un ingeniero ruso que trabaja desde hace años en Mongolia, en donde tiene una empresa de construcción. Me da conversación muy entretenida y me dice que él va y viene de Rusia casi cada mes, y que me prepare, porque en la última ciudad rusa, Katyusha, vamos a estar 6 horas parados, de ellas tres sin hacer nada, y luego empezarán a subir los de inmigración rusos, los de la policía de fronteras y los de la aduana. Más tarde, a añadir a las 6 horas, tendremos otras dos en el lado de Mongolia, con la misma rutina, claro que aquí tengo que ir de cabina en cabina traduciendo, ya que los formularios sólo están en mongol y en ruso, por lo que la propia policía de Mongolia me pide que les ayude con la traducción al inglés. Viajan dos parejas de holandeses, unos alemanes, dos estadounidenses, un inglés jovencito y una pareja formada por Jeremy, un belga de 24 años, y Marta, la primera española que veo desde que salí de Moscú. Por cierto que son los que también se hicieron del tirón el tramo de Moscú a Irkutsk, para tener más días en Mongolia y China. Me cuenta que lo hicieron en tercera clase, en donde hay 54 personas en cada vagón,  separados de seis en seis por paneles, como casas de papel japonesas, pero que no era muy ruidoso y, además, más cómodos que las camas de segunda, porque son muy estrechas y ha dormido muy mal. ¿Estrechas? Claro reina, es que has dormido en el asiento. La cama se baja dando a la palanca y es el doble de ancha. Pues menos mal, porque habría seguido así hasta Pekín.

En el tramo entre la aduana rusa y la mongola sólo avanza nuestro tren, por lo que entra en nuestro compartimento una mujer mongola joven, de las que van y vienen también a Rusia, para vender ropa y comprar algunos productos de alimentación, que son más baratos. Viene la pobre muy cargada, y está muy nerviosa. Se pone a llorar porque en la aduna rusa dice que los tratan muy mal y que no les respetan los 35 kilos de peso sin pago que dice la propia ley rusa. Luego dice que el pueblo en Mongolia es muy pobre, y que los “jefes” viven muy bien, pero no  hacen nada por el pueblo. ¡Qué buen momento para sacar mis sobres de noodles, pedir tres tazas de agua caliente y compartirlos con mis nuevos amiguitos! Avanza el tren. Al llegar al lado mongol, ella tiene que transportar todos sus bultos a tercera clase, pero la convencemos de que los deje en nuestra cabina y que mañana por la mañana los recoja. Se va un poco más contenta, y nosotros dos nos acostamos temprano, sobre las 10:30. Sólo para ser despertados a las 11:45 por la jefa de vagón que viene con dos de los holandeses, diciéndome que no tiene más cabinas libres. A ver, señora, espere que me despierte, que no la entiendo, que dice de que no tiene cabinas libres. Es que se quieren cambiar y no hay más sitio, y a ver si usted me puede traducir y se lo cuenta. Los holandeses, por su parte, me cuentan que es que en su cabina, que es la penúltima, no se puede dormir por el olor a gasoil, y que no les importa ir con los mongoles a tercera clase, pero que eso es insoportable. Pero me dice la rusa que a tercera no pueden ir, porque la puerta está cerrada con llave para que no entren ellos aquí (que fuerte, son “gente humilde” ¿no?, y cerrada con llave, como en Titanic, pero esta vez de verdad, no de ficción cinematográfica). Finalmente, como Alexei no debe de estar muy dormido, me atrevo a despertarle y le pregunto que, igual que hemos recogido los bártulos de la mongola, que si podemos dar cobijo a estos dos holandeses, a lo que me responde que por supuesto.

Un último comentario curioso es que durante la parada en el lado ruso y luego en el mongol, el tren desengancha nuestro vagón en ambos casos y nos quedamos solos en medio de las vías. Vamos que da como cosa pensar que nos han dejado allí, sin nadie que te de razón. Encima, en el lado mongol, nos dicen que podemos bajar una hora y media, pero que luego hay que volver para los trámites. Pero está nuestro vagón solo en la segunda vía, entre dos trenes de mercancías, así que la única manera de ir a la cafetería es andando más de 200 metros por la tierra entre las vías y bordeando uno de los mercancías o pasar por debajo de los vagones. Luego me entero que en las maniobras de enganche de los otros tres vagones sólo para los mongoles, han movido nuestro vagón hacia atrás, así que cuando vuelven una pareja de suecos se encuentran en el sitio que habían dejado un vagón rojo de extranjeros, un tren de varios vagones verdes de mongoles. Si encima digo que iban sin pasaporte, casi sin dinero y que no eran muy viajados, imagínate el susto, cuando preguntan y nadie les entiende en inglés. Se ponen a correr como locos por entre las vías, encontrando finalmente nuestro vagón al fondo de los anteriores. En fin, la vida en el tren, ¿quién no querría hacerse el transiberiano, aunque fuese trabajando y compartiendo cabina?

Llegamos a Mongolia exterior sobre las ocho de la mañana, pero no hay nadie esperándome. Se van yendo los otros turistas y me voy quedando solo. Finalmente, a la carrera, llega una señorita con un papel doblado en las manos que empieza a preguntar a los que quedan, menos a mí, hasta que decido acercarme y decirle eso de: “el doctor Livingston, supongo” y empieza mi aventura en Mongolia exterior.

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

Compartir
Etiquetas: 0