Artículo de Jesús Centenera, Ageron Internacional, para Moneda Única.
El mito del “buen salvaje” prendió con fuerza en los europeos durante varios siglos, en su contacto con las sociedades de otros continentes, principalmente en el nuevo mundo, desde Pero Vaz de Caminha en Brasil, a Jacques Cartier en el Canadá francés. Básicamente, afirmaba que el hombre primitivo, sin las sofisticaciones de la sociedad moderna era amable, generoso, no ambicioso, ni cruel, con una bondad innata. Esos hombres medio-desnudos, viviendo en contacto estrecho con la naturaleza, gozarían de algunas virtudes que nuestras sociedades habían perdido. Y de ahí, a que los indígenas americanos, en general, eran mejores que los bárbaros europeos.
¿Eran acaso mejores los indios que vivían con un menor grado de desarrollo social y tecnológico que los europeos? ¿Es verdad que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que le corrompe como decía Jean-Jacques Rousseau? ¿Se equivocaban también Michel de Montaigne o Denis Diderot, John Dryden y Anthony Ashley-Cooper? Para mí, es una idealización sin sentido, fruto de la mala conciencia por los excesos y del rechazo a sus propias sociedades con todas sus miserias. Todavía hoy se habla de las sociedades precolombinas con mezcla de admiración y añoranza. Y me baso en varios ejemplos provenientes del choque de dos mundos. En primer lugar, los hurones de Canadá. Cuando se leen los relatos de los primeros padres jesuitas en el Canadá, aparecen las torturas que los indios infligían a los forasteros, prolongando su agonía en el tiempo mientras los mortificaban sin fin, desde los guerreros, hasta las mujeres y los niños, con pequeños cortes y mutilaciones. O los relatos aztecas de la conquista, en donde se narra cómo los guerreros mexicas desollaban vivos a los españoles, produciendo dolores atroces, y mofándose de ellos poniéndose los pellejos de los infelices por encima mientras bailaban sus danzas macabras.
Pero es incluso peor, si pensamos en la sevicia del indio contra el indio, en donde las diferencias étnicas, entre grupos emparentados, se nos antojan más crueles incluso que en sus relaciones con los blancos. Así, los iroqueses prácticamente exterminaron a los hurones, con una crueldad desconocida, barriendo de la faz de la tierra a casi toda la nación hurona, de la que quedan hoy en día pequeñas comunidades por Estados Unidos y Canadá, una sombra de los que fueron las orgullosas tribus que dominaron la zona de los Grandes Lagos. Más sangrientas eran las razias que hacían los aztecas o Mexicas con respecto a sus primos tlaxcaltecas en las guerras floridas, en nahuatl “xōchiyāōyōtl”. Se trataba de atacar periódicamente a pueblos vecinos, que estaban rodeados por ellos por todas partes. Podrían haberlos sometido y conquistado, pero preferían tener un “coto de caza” humano, en el que se precipitaban los guerreros del águila como un torrente imparable, destruían, violaban y mataban, pero, lo más importante, cogían prisioneros vivos para los sacrificios rituales, consistentes en abrir el pecho con cuchillos de obsidiana y sacar el corazón palpitante, mientras, la horrorizada víctima, todavía viva, agonizaba aullando de espanto y dolor, empujando luego escaleras abajo el guiñapo que había sido un ser humano.
Por su parte, los indios caribes atacaban a las poblaciones isleñas de las grandes Antillas, antes de la llegada de los españoles, robando a miembros de las tribus locales, para comerlos, con canibalismo ritual. De ahí proviene nuestra palabra “caníbal”, que sustituyó a la palabra histórica y en desuso de “antropófago”, proveniente del latín y a su vez del griego. Quizás la historia de Abraham e Isaac muestra ya desde la antigüedad la sustitución de los brutales sacrificios humanos por víctimas propiciatorias. Los historiadores se asombraban de los sacrificios de niños a Moloc Baal, como algo salvaje e inhumano, incluso en sociedades tan violentas y crueles como las de la Antigüedad clásica.
No se trata de justificar el brutal genocidio de los conquistadores europeos, que diezmaron a las poblaciones del nuevo continente, ni de quitar peso a la crueldad y a los excesos que se produjeron de manera generalizada, pero la visión de la realidad exige ver todo en su conjunto, no aquellos puntos que nos convienen porque refuerzan la visión idílica de las sociedades precolombinas o de aquellas asiáticas de antes del imperialismo europeo de los siglos XIX y XX. Los ejemplos en la India de antes del Raj también darían para escribir una novela, y no hablo de los terribles Thugs adoradores de la insaciable diosa Kali, sino incluso de costumbres entre una de las más antiguas civilizaciones del mundo. Aunque aquí obviamente y por ese motivo no estaríamos hablando de “buen salvaje”, creo que funcionó el mismo mecanismo psicológico de disculpar y ensalzar al extranjero exótico para atacar la propia corrupción de costumbres de Europa.
Algo parecido pasa con el ecologismo que ensalza la convivencia con la naturaleza del “buen salvaje”, contrapuesto a la destrucción de nuestra moderna civilización Occidental. Quizás deberían estudiar la destrucción de los Moas por los maorís, antes de la llegada de los europeos.
Personalmente, estoy más en línea con el Leviathan de Thomas Hobbes, que nos indicaba que el estado natural del hombre es la guerra y la violencia. Solo mediante un esfuerzo podemos convivir en sociedad, y coexistir con otras culturas distintas. Hay que evitar los excesos de despreciar a los otros, a los que no son de nuestra civilización, fuente del racismo, de la xenofobia y del antisemitismo, como también el absurdo de pretender que los otros son buenos e inocentes, porque “nosotros” somos decadentes y obramos con inquina. En la interacción con otras culturas, debemos identificar las características generales, sin pasión, las buenas y las malas. Y luego aprender también a tratar a cada persona por sus méritos, no por el grupo al que pertenece. Eso no quita que tenemos mucho trabajo de autocrítica por delante, para evitar las visiones edulcoradas y míticas de nuestros pasados, pero sin caer en la idealización del buen salvaje, porque había muchos que, de buenos, poco, y de salvajes, mucho.