El transiberiano (IV) - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De Moscú a Ulan Bator. 2009. (IV)

En el tramo de Novosibirsk a Irkutsk me encuentro con un austríaco, Cristian, que se ha tomado cinco meses libres a sus 24 años y que va a ir a Mongolia, China, Birmania y a la India. ¡Qué envidia me dan estos jóvenes! También está en el restaurante una chica italiana de 26 años que se llama Martia y que trabaja como “Free-lance” haciendo fotos. Lleva ya un mes en Rusia y quiere vender un reportaje fotográfico a alguna agencia de publicidad. Hay también una pareja formada por un holandés y una húngara, dos franceses, dos suecas jóvenes y un inglés hijo de española. Es gracioso ver que en el vagón restaurante somos casi todos extranjeros, menos dos rusos: un delincuente (de verdad, ya te contaré luego) y un tipo medio normal. Pronto empezamos a hablar y a contar batallitas, y acabamos en mi cabina cuando cierran el restaurante.

Pero, antes, me pasa una cosa de principiante. Como no quiero dejar nada de valor en la cabina, siempre me llevo el móvil, el pasaporte, la cartera, los billetes y el ordenador portátil, pero como tengo que ir al baño, le pido al austríaco que si lo puede vigilar. Cuando vuelvo, resulta que ha salido a fumar y lo ha dejado en la mesa, por lo que me encuentro la funda del ordenador vacía. Gritos, follón, aspavientos, aquí es donde vienen los “madres mías” y los “ayayases”, todos se ponen muy excitados, menos yo, que pienso que he sido un imprudente por dejárselo al chavalín y que da igual lo que haga ahora porque ese ya no lo recupero. Date por muerto, maño, o algo así. La italiana dice que ella ha estado haciendo fotos de todo el mundo en el vagón restaurante, así que nos ponemos a mirar la cámara digital, para ver quién falta, como en la mejor novela de una Agatha Christie moderna y tecnológica ¡Ah! Hercule Poirot et ses «petites cellules grises». Mi nueva amiga italiana dice que es un ruso con la camiseta azul y rayas rojas, el que tiene el ordenador, porque es el único que falta de los diez negritos que estábamos. El jefe del restaurante dice que él lo va a arreglar, mientras discute acaloradamente con el otro que estaba sentado con el supuesto ladrón, que se defiende diciendo que a mí no me líes, que yo no he hecho nada. El holandés, para dar ánimos, dice que en 15 minutos hay una parada, y que si no lo encontramos antes, que lo demos por perdido. Eso, para dar ánimos. Yo deambulo por el tren, pero pienso qué le voy a decir a esa torre rusa si le encuentro. Finalmente, veo al jefe del restaurante con mi “notebook” en la mano, y me dice que no ponga denuncia, que todo está solucionado, y que en “su” vagón restaurante nadie roba. Bueno, robar si roban, como dice Edu, aunque luego lo recuperen. No sólo no quiere aceptar propina por ello, sino que además nos invita a todos los extranjeros a una cerveza. Lo dicho, no dejan de sorprenderme, muchas veces para bien.

Como van a cerrar y es pronto, les invito a todos a mi cabina, porque soy el único que viaja sólo. Entonces, como si de unos nuevos Tales of Canterbury se tratara, empiezan a contar sus historias en Rusia. Empieza la italiana, diciendo que la policía la retuvo en Omsk casi media hora, por hacer fotografías. No está prohibido, pero sigue la costumbre soviética de detener primero y autorizar después. La pedían algún tipo de permiso para ir haciendo fotos por la calle. ¿O algún tipo de propina para complementar el magro sueldo de servidores públicos? Así estuvo casi treinta minutos, hasta que la dejaron ir, pero le dijeron que no hiciera fotos de puentes o de otros “objetivos militares”. Luego vino la historia de Cristian, el vigilante perezoso que pierde ordenadores, que contó que estaba en un bar en Krasnoyarsk y que un hombre con traje de chaqueta y pinganillo en la oreja le hizo señas de que se acercara. Le condujo a la planta baja del bar y, de repente, se vio rodeado de policía (“parecían todos generales, con tanta medalla y tanta placa”) que les hicieron un reconocimiento contra fotografías, por que buscaban a unos jefes mafiosos. Después del susto, subió a acabarse su cerveza, mientras se reía de la película, cuando, súbitamente, irrumpieron en el bar los policías de abajo y otros de paisano y se abalanzaron sobre uno que acababa de entrar. Lo empujaron contra la pared y le esposaron. Así que el soplo recibido era verdad, aunque como fisonomistas no valen nada, te lo digo yo. Aunque ¿será de verdad la cara el espejo del alma? Y todo como una película, en primera fila. De todas formas, dime si no es un poco imprudente ir a ese tipo de bares, pero, sobre todo, quedarse en ellos cuando te han detenido ya una vez por error, que yo me hubiera ido de inmediato.

No sé si es en esta reunión o en la siguiente, cuando uno de los holandeses cuenta que ellos tenían un par de rusos en la cabina que habían estado bebiendo  todo el tramo de Omsk a Novosibirsk, y el caso es que, por la noche, borrachos perdidos, uno de ellos que dormía arriba, se desabrochó el pantalón y se puso a orinar como si estuviera en el campo. Se quejaron a la Provodichka o jefa de vagón, pero les dijo que no había otra cabina y que se tenían que quedar allí.

– Bueno, al menos denos sábanas limpias, para cambiar el estropicio que ha hecho el borrachín.
– Sí, claro, pero pagando 250 rublos
– Oiga, pero si la culpa no es nuestra.
– Ya, ni mía. Si quieren sábanas, 250 rublos.
– Pero es injusto, porque ha sido ese señor.
– ¿Y qué? Si quieren, le despiertan, se lo traducen a ese señor y le piden el dinero.

Tras otras historias menos llamativas, nos fuimos a dormir. Mientras me acurrucaba en mi cama pensaba en la suerte que había tenido hasta entonces, porque menos el tramo de Moscú a Kírov, había ido sólo todo el rato, sin pagar ningún extra, tanto en cabina de dos, como en cabina de cuatro.

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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