El transiberiano - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De Moscú a Ulan Bator. 2009

Teníamos que hacer un estudio de mercado de cómo mejorar el consumo del aceite de oliva y las aceitunas en Rusia, cuyos principales centros de ventas están en la parte europea. Pero Moscú me daba como pereza, y teníamos socios locales que podían hacerlo, así que cuando me dijeron que iban a subcontratar la investigación de las ciudades siberianas, me lo pedí para mí, es lo bueno de ser el jefe, ¿para qué pagar a terceros, cuando el primero lo hará con gusto, para cumplir los sueños de la infancia? ¿De la infancia? Pues claro. Lo primero que me vino a la cabeza fue Miguel Strogoff, el correo del Zar. De nuevo, siento sonar viejo y nostálgico, pero hubo varias generaciones que nos criamos con los clásicos, sin Doraimon, Pokemons ni Simpsons (brrrr). Y, si me permites el exceso, sin la madre que los parió. Había emoción, aventura, intriga y lucha encarnizada entre el bien y el mal (de hecho, hasta Stalin y John le Carré, los rusos eran los buenos para mí), pero también tristeza, congoja y pasión. Con su climax en el momento en que ciegan a Miguel (¡Vaya!, nunca le había tuteado hasta ahora), pero resulta que… bueno, no lo digo por si, finalmente, misterios tiene la vida, alguno de los niños o jóvenes acaba leyéndolo.

Mi segunda experiencia, literaria, con Siberia fue menos épica, es más, digamos que mucho más sórdida. Era un grueso libro comprado en la cuesta de Moyano llamado “Archipiélago Gulag”. Hay quien empieza por “Un día en la vida de Ivan Desinovich”, es decir, suavemente, con una visión de la represión salvaje “de bolsillo” y limitada. Yo empecé a lo bruto, con la versión larga y dura de los “Campos”, con los relatos de cientos de dramas humanos entrelazados como siempre que hay una dictadura. No es el lugar, ni el momento, pero creo que no deberíamos nunca olvidar a los millones de seres humanos que murieron en condiciones terribles en esta santa tierra rusa, y ya puestos, ni en otras.

Así que convencí a propios y extraños que sería muy interesante, y necesario, que yo mismo recorriera la ruta del correo del zar, desde Moscú a Irkutsk (lo de Ulan Bator fue un extra con la excusa de mi fin de semana), parando en Ekaterimburgo, Omsk, Novosibirsk y la propia Irkutsk. En tren. Nota al margen: mi querido primo Iñigo estaba en ese momento viajando río abajo por el Misisipí-Missouri, pero quitándole a él, había poca gente de la que conozco que estuviera haciendo un viaje igual en ese momento.

Así que, como un nuevo “héroe de nuestro tiempo” (por seguir con las referencias bibliográficas rusas), me embarqué en el viaje en tren más largo de mi vida.

Pero volvamos a que era lento, monótono y aburrido. Es un tópico abrumar con cifras, pero no queda más remedio. Son 5 husos horarios desde Moscú, o más o menos unos 7.000 kilómetros, de paisaje monocorde. Bosques, bosques, bosques, bosques, bosques, bosques y bosques de abedules, de cientos de kilómetros de extensión. Vamos que la Creación es maravillosa, pero aquí se vuelve un poco repetitiva, como pedir que te hagan la oferta del tres por dos, pero a lo bestia. Y eso que los primeros mil kilómetros impresionan, sobre todo cuando ves el amanecer en el tren, con los rayos de sol que acarician las copas de los árboles, en alguno de los cuales hay unas hojas rojas que arden como el fuego. No, no son los bosques de Nueva Inglaterra, con su paleta de colores inolvidable, pero de verdad que hay una parte mágica en esas cabelleras ardientes que te dicen que viajas al Este, con la Taiga a tu lado, hacia el punto donde el sol se levanta de la tierra y empieza a subir hacia la bóveda del cielo. Lo malo es que la magia, cuando se repite hasta la saciedad, deja de tener “magia” y gracia. Y eso es precisamente lo que pasa, primero con la taiga y luego con la estepa. Que se llega al agotamiento por la monotonía. Más tarde, y desde las montañas del Altai me imagino a los hunos, como me pasará luego en Mongolia con los propios del país, pensando ellos en hacerse a caballo todo este recorrido, pero en sentido contrario, bebiendo leche agria y durmiendo al raso, con un frio siberiano, diciéndole al invicto líder: “Oye, líder, (Atila, Gengis o Tarmerlán, según el caso), “si hay que ir, se va, pero ir para nada…” O sea, imagínate el viaje de Colón, pero a caballo, pequeñito y trotador, y con un frio que te pelas. De muerte.

Hay también alguna “isba”, o casa campesina, en algún que otro pueblo perdido, y de vez en cuando una fábrica o similar, con vallas, alambres de espino oxidados y torres de vigilancia, para, aparentemente, vigilar que no se escapen los troncos caídos, que yacen indolentes en el patio de esa serrería. Es que la tradición es la tradición, y cuesta desembarazarse de ella. Sale humo de alguna chimenea, de la casa de unos pobrecitos que jamás verán el Mediterráneo, ni sentirán la caricia de nuestro sol de primavera en su piel, porque tiene ocho meses de invierno y cuatro de infierno, ¡Qué bonito que es el clima continental extremo! Aunque, todavía, cuando se trata de un pueblecito, con sus casas destartaladas, pero a veces pintadas de vivos colores, su fábrica y su iglesia ortodoxa (de estas menos), puedes entender o imaginar una cierta vida…, pero ¡qué decir cuando hablamos de siete casas en medio de la nada, la mitad en ruinas, con dos chimeneas humeantes y kilómetros de taiga a su alrededor! Pobre gente, rodeados de “almas muertas”. Ni la bellísima Lara lo haría un hogar, mi querido doctor. Pero, ¿quién somos nosotros para juzgar lo que no conocemos sobre la vida de esas gentes? Ahora, entre tú y yo, sorprender, ¡vaya si sorprende! Creo que, estupefacto, es la palabra que describe mi estado de ánimo.

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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