El Mariscal Rondon cruzando la Amazonía - Moneda Única
Opinión

El Mariscal Rondon cruzando la Amazonía

Jesús-Centenera-(Ageron)

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De lo inabarcable del Brasil

Como tantos occidentales urbanitas y burgueses, que viven agobiados por la jungla de cemento y cristal que han construido, que se sienten aplastados por el estrés contra el asfalto abrasador, y que sufren agobiados por el coro insoportable del tráfico y los ruidos de la ciudad, yo también he fantaseado con deslizarme en una estilizada canoa por el río Amazonas corriente abajo, envuelto por el manto protector de la naturaleza, rodeado por su suave capa de seda multicolor, escuchando el trino de las aves, deslumbrándome ante sus bellos plumajes, embriagándome con la sensación de libertad, bajo ese cielo azul maravilloso.

Claro que nunca tuve la oportunidad de hablar con el Mariscal Rondon al respecto, porque el pobre se murió seis años antes de nacer yo. Si no, seguro que me habría dicho cómo se arrepentía de las pestes que había echado del pequeño poblado de Tapirapuã, al norte del Mato Grosso. La ausencia de cuartos de baño, el que el suelo siempre estuviera embarrado, la pobre comida de subsistencia, así como la miseria de esas casas y de los lugares públicos, componían un cuadro desolador. De verdad que era un “pobladucho” infecto, pensaba para sí Cândido Mariano da Silva Rondon, militar del cuerpo de ingenieros del ejército, que hacía funciones de explorador por el oeste ignoto del país. Pero, por mala que fuera cualquier aldea local del borde de la civilización, siempre era mejor que estar junto a ese río de cuyo nombre “dudaba”, en medio de esa selva amazónica inmisericorde y hostil, ya que les atacaba con toda su variada panoplia. No sabía si lo peor eran esos mosquitos lacerantes e impertinentes, que molestaban tanto como picaban, o si lo era ese calor denso, húmedo y asfixiante que les envolvía como un sudario verde y pegajoso, haciendo desear que el tránsito fuera inmediato, pero no al otro lado del río, donde les esperaba agazapado de nuevo el mismo calvario, sino cruzando el río hasta la laguna Estigia. Por no contar con las arañas, las serpientes y mil criaturas malignas que se habían escapado del Averno después del Diluvio, pues no otra podría ser la explicación a esa multitud infernal. Y la lluvia. Esa lluvia permanente, insolente, incansable. La lluvia eterna, como si se hubieran abierto de nuevo las puertas del Cielo y cayera toda el agua de la creación, bajo un cielo gris plomizo descorazonador. Por último, los propios indios. Aunque con los Borobo le había servido su sangre, su lengua y su empatía, había tribus como los Nambikwara de los que nunca se había tenido noticias por que habían matado siempre a todos los extranjeros. Aunque finalmente les habían dejado pasar, habían tenido algunos pequeños percances que prefería no recordar. Después, adentrándose más profundamente dentro del vientre de la bestia, donde no había caminos porque la maleza reabsorbía todos los senderos, habían encontrado algunas tribus semi-arborícolas, con curare envenenado en sus flechas emponzoñadas.

Rondon pensaba para sí que lo peor de hacerse explorador era, en el fondo, exactamente lo mismo que lo mejor de hacerse explorador: no sabes a dónde vas, ni con qué te vas a encontrar. Eso conlleva muchas sorpresas, asombros y alegrías, algunos momentos de estupefacción, y ciertas situaciones más que delicadas, cuando no directamente peligrosas. Hollar el camino virgen nos sumerge en la intemporalidad, por esa estúpida sensación que nos invade de ser el primer ser humano sobre el planeta. Claro que aquí, pocas manzanas, poco jardín del Eden, y nada de ríos de leche y miel. Era una naturaleza cruel y retorcida la que les retaba. Se habían quedado sin suministros. Comían lo poco que cazaban o recogían, dedicando gran parte de sus exiguas fuerzas a mantenerse con vida. Un día y otro día y otro día y otro día, en una letanía sin fin, como Sísifo o Prometeo, pero en lugar de empujar una roca, arrastraban sus cuerpos enfermos, y en lugar de sufrir el dolor del hígado desgarrado, padecían la lacerante punzada del hambre. Finalmente, comprendió que lo peor de todo no era ninguna de esas cosas, sino la inmensidad. Al igual que la Estepa rusa, que el desierto del Sahara o que las blancas llanuras polares, la Amazonía es una trampa de escala gigantesca, ilimitada, porque, siendo finita como todo en la tierra, es inabarcable cuando la escala es el ser humano.

Un vértigo parecido he sufrido cuando, después de varios años de ausencia, he tenido que volver a Brasil para hacer un estudio de mercado. A ese Brasil que se ha convertido en una vedette internacional en la compañía de danza y espectáculos “The Brics, Sisters”, que baila y canta, enseñando que ya han llegado a la adolescencia, exudando vitalidad y atractiva sensualidad. Y es cierto que Brasil está creciendo, o “emergiendo”. He visto grandes transformaciones: en los coches (aunque el tráfico está imposible), los supermercados (mejor surtidos) y la forma de vestir. Se aprecia esa subida del nivel de vida de amplias capas de la población, con una pujante clase media omnipresente, que convive con las clases más humildes. Pero, incluso entre éstas, se puede percibir cambios nada despreciables después de una década de crecimiento y reformas, como el hecho de ver “favelas” construidas en ladrillo o bloques de hormigón, donde antes sólo había madera, cartones, uralita y otros materiales más perecederos. Lo que no ha cambiado, o no me lo parece, es la alegre informalidad, la burocracia y la corrupción, que siguen haciendo difícil hacer negocios.

El tamaño continental del país lo hemos resuelto, junto con el cliente, centrando el estudio en São Paulo, con algunas referencias a Río de Janeiro y los estados del sur, dejando lejos a Brasilia, Belo Horizonte, Salvador y las ciudades del norte. Es cierto que el país tiene envergadura continental, pero también lo es que hay grandes zonas desiertas, o, al menos, con mucho menos interés económico ¡Qué bien!, así no tengo que arrastrarme penosamente por la selva amazónica.

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

Compartir
Etiquetas: