Como agua para chocolate - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De la cocina como elemento cultural y del recuerdo

Dicen que la capacidad de nuestro cerebro para recordar los olores que reconoció nuestra nariz es la más potente herramienta de evocación del pasado. Debe de ser. Pero como yo no tengo muy desarrollado el sentido del olfato no puedo estar seguro. Sin embargo, de lo que sí que estoy seguro es del poder de asociación que se produce entre las comidas, las vivencias y los lugares. Algunas de estas asociaciones las tenemos todos con la infancia, ese mundo feliz, a años luz de nuestras vidas actuales, que está plagado de canciones, frases, olores y sabores. Cada uno tiene los suyos. Los míos se asocian a las meriendas y los desayunos. Al volver del cole, el típico pan con chocolate, pero también pan con mantequilla y azúcar o, mi favorito, pan con aceite, vinagre y sal. Todavía, en algún restaurante elegante, de esos que ponen una pequeña aceitera, pido discretamente un poco de vinagre y rememoro mis tardes infantiles. En cuanto a desayunos, es más un recuerdo de adolescencia, cuando los sábados, y algún domingo, nos sentábamos los hermanos en la mesa redonda a desayunar todos juntos, “desayuno en familia”, y mi padre mezclaba su arroz con arenques o salsa de pescado con… leche. En fin, que luego hablan de traumas de la infancia. Por último, ¿cómo olvidar los flanes, viniendo de una familia que hacía competiciones entre todos para ver quién lo hacía mejor? (si no has probado el flan con leche condensada, nos has vivido lo suficiente).

Por todo ello, desde que empecé a viajar, le conferí una importancia grande a las costumbres locales, tanto en los ingredientes básicos, como en los platos, en las salsas y en las combinaciones. Como además tuve la suerte de realizar estudios de mercado agroalimentarios en más de 30 países para la FIAB, la gastronomía y los alimentos adquirieron un valor como factor cultural para entender a las sociedades. Sería muy prolijo hablar de toda la gastronomía del mundo, además de muy osado. Pero quiero, al menos, compartir con vosotros algunas asociaciones de comidas en situaciones especiales en determinados países.

Vamos, pues, por una situación casi irreal: a principio de los noventa, tuve que ir a la URSS con la multinacional Andersen Consulting, hoy Accenture, para analizar la posibilidad de establecer una zona franca en la zona de Novorossisk. Como nuestros anfitriones no tenían casi dinero, nos daban la misma comida de las residencias universitarias de la época soviética. O sea, poco y malo. Así que intentamos conseguir comida por otros medios, llegando a contactar con unos vendedores informales de caviar (para mí que debían ser contrabandistas, pero nunca les preguntamos), que nos vendían latas de dos kilos, a precios muy razonables, que nos comíamos a cucharadas o nos untábamos con pan y mantequilla. Varias veces. Muchas latas. Ahora, cuando veo los precios al público en Occidente, recuerdo aquellos días de régimen a base de caviar y vodka. Y me da la risa. En cambio, al hablar de esto, recuerdo a los pobres ucranianos, con su borsch de remolacha y nata flotando.

La comida mexicana la asocio a mis primeros tacos, al pastor como me recomendó el taxista de aquel primer día de casi un año y medio que pasé en el país. Pero también con el picante omnipresente, hasta en las chucherías para los niños. Como decía Obélix: “están locos estos romanos”. O el hongo del maíz, que hace una sopa deliciosa, pero no deja de ser un hongo, ¿no? También en América asocio el ceviche con Perú, y después con Chile, igual que hago con el pisco. Más tarde, descubrí que esa manera de preparar el pescado es común a toda la costa pacífica, e incluso más al norte, pero esa primera vez en un pueblecito de pescadores marcó mi visión al respecto.

Los “asados”, a la parrilla, siempre serán argentinos, con barbacoas que tenían mucho de ritual religioso, con su oficiante mayor. Aunque lo comparten con Uruguay y Brasil, creo que sería una ofensa para los de la orilla derecha del río de la Plata el equipararlos con los demás. Además, Brasil tiene sus rodizios y sus picanhas, que no tienen nada que envidiar. A la carne argentina, la acompañamos de empanadillas y dulce de leche, manjar que me extraña que no se mencione en la Biblia, por su supremacía sobre todos los demás. En Brasil, por su parte, me gusta acompañar con “Pao de queijo”, que tampoco tiene rival. La carne en barbacoa estadounidense es distinta, porque se empeñan en embadurnarla con todo tipo de salsas, ya sea pollo, vaca o cerdo, en hamburguesas o en costillar. Por último, la barbacoa mongola es muy divertida, aunque la calidad de las carnes sea muy dispar.

De Alemania, pobrecitos míos, recuerdo el olor intenso del arenque en los desayunos de hotel de Hamburgo, y el fuerte olor a rancio del chucrut omnipresente. Eso, y la ausencia de pescado en la mayor parte de los restaurantes alemanes durante años. De Francia, el vino y el queso. O mejor, los quesos. Especialmente los malolientes. Mira si serán listos los “franchutes”, que han conseguido que hasta unos quesos apestosos sean una delicatesen. De Inglaterra, la gente se decanta por los “fish and chips”, pero yo creo que nada define tanto a la mejorable comida británica como el pastel de riñones y el cordero a la menta. Todavía recuerdo el día, después de muchos años de relación profesional, en que mi cliente y amigo inglés me invitó a cenar a su casa, y su mujer había preparado cordero a la menta. Delicioso, como el que habíamos comido ese mismo día al mediodía. No quieres, caldo, pues toma tres tazas.  De Polonia, los embutidos y las cervezas, las sopas y las manzanas, pero también las empanadillas. Finalmente, Filipinas desayunando mango fresco a cucharadas, junto al pansit y el adobo.

¿Ves? ¡Qué desastre! Tan sólo he podido esbozar algunos… y  acaso despertar el  hambre.

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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