Jesús Centenera.
Ageron Internacional.
Del factor racial para entender la realidad
Recuerdo que me llenaba de vergüenza y de pena cuando alguna de mis tres hijas pequeñas me contaba indignada que había oído en el colegio a algún compañero hacer chistes de negros, de moros o de gitanos. El bochorno lo producía el hecho de que esos niños no fueran conscientes de la falta de educación y respeto a los demás que esa actitud presuponía, creando un caldo de cultivo negativo para la percepción del otro. El Holocausto no se entiende sin siglos de antisemitismo previos (aún hoy en día, ver el www.global100.adl.org). La tristeza, por su parte, me venía, porque es algo tan extendido en España, que ni siquiera llama la atención, no siendo ni siquiera conscientes una gran mayoría de lo que tiene de racista y de excluyente lo que dicen. Hace algo más de una década, España abrió sus brazos recibiendo a millones de sus hijos americanos, devolviendo el favor que durante siglos tuvieron con nuestros emigrantes pobres, para que pudieran labrarse un mejor futuro en nuestro país, para ellos y sus familias. Como también se hizo con nuestros primos marroquíes, a los que tanto nos parecemos, y con otros europeos, principalmente rumanos, pero también búlgaros, polacos, etc. Se abrieron de par en par las puertas del Oriente, del Ocaso y del Mediodía, como habían estado abiertas siempre las del Septentrión. Esta situación le dio una riqueza, un vigor y una variedad increíble a España, permitiendo un rico mestizaje, principalmente cultural, y, también, en algunos felices casos, carnal. Sin embargo, hizo más explícito ese racismo latente, inventándose palabras nuevas, y nuevos clichés al respecto, agravados cuando, hace ahora algo más de un lustro, la crisis llamó a la puerta, o, más bien, arrancó la puerta de sus goznes, provocando que el malestar reinante se haya ido convirtiendo en racismo más explícito y en comentarios más sangrientos, aunque, gracias a Dios, sin estallidos de violencia.
Aún con todo este entorno, el español medio no es capaz todavía de entender o interpretar la realidad racial en otros contextos, algo necesario para comprender otras sociedades, como llevan años haciendo otros países (digresión: ¡qué interesante la presencia de negros y “moros” en media docena de obras de Shakespeare!). A pesar de algunas diferencias fisionómicas entre algunos individuos por regiones, el alto grado de mezclas tras siglos de convivencia, y la ausencia de minorías destacadas (más allá de los gitanos, que hablan español y son cristianos, y de un antisemitismo histórico), han hecho que no estemos acostumbrados a considerar este elemento en nuestros análisis. Pero cuando nos enfrentamos a sociedades multi-étnicas o con fuerte jerarquía basada en elementos raciales o religiosos como sucede en Estados Unidos, en la India o en Iberoamérica, es imprescindible tenerlo en cuenta. Además, dichos fenómenos suelen ir asociados a una distribución geográfica determinada, que territorializa el fenómeno. Una primera muestra, sería la composición de Brasil, un país con fuerte mestizaje, pero en el que se observan repartos desiguales de la población, entre los tres estados del sur, más “blancos”, o, más bien, de influencia “más europea”, contra los más negros, zambos y mulatos de Salvador de Bahía o de Río de Janeiro. No se trata sólo del color de la piel, sino de haber tenido varias generaciones comiendo caliente y estudiando en la escuela o no haberlas tenido. Algo parecido pasa cuando se observan las cifras de criminales en prisión en los Estados Unidos. El desproporcionado número de negros no se explica por factores genéticos, sino por situaciones de exclusión y por diferencia de oportunidades al nacer. “Another baby child is born in the Ghetto”. Como segundo ejemplo, vemos que en sociedades como Colombia, Perú, Ecuador, Paraguay o Venezuela, el hecho de ser blanco supone varios puntos sociales a favor, y si se es español, más todavía. Las pequeñas sociedades criollas detentan el poder, y aunque son ligeramente permeables, la pertenencia racial es un factor muy significativo.
Lo más sorprendente es que ser racista no debe de ser nada fácil sin hacer constantemente el ridículo. Allí están las discusiones sobre si bastaba una gota de sangre negra para ser negro en los Estados Unidos, los problemas de los nazis con los alemanes con algo de sangre judía o los matrimonios mixtos antes de las leyes de Núremberg, o el problema que tuvieron los racistas sudafricanos con los “colored”. Por cierto, antes de decir “sub-saharianos”, se utilizaba ese eufemismo en España para referirse a los negros. Como decían Les Luthiers: “Era un cantante de color…, de color negro”. El caso sudafricano es fascinante, porque aparece tan sólo un nueve por ciento de blancos, pero hay un 13,5% por ciento que habla Afrikaans y otro 9,6% que habla inglés como lengua materna. Si asociáramos al 3,8% por cierto que es anglicano con la comunidad británica blanca, nos quedaría un 5,1% por ciento de blancos de origen holandés (y otros, como los descendientes de hugonotes franceses), casi coincidente con los miembros de la iglesia reformada holandesa (6,7%). Pero hay todavía una parte importante, casi un 7% de negros que hablan el idioma de la minoría europea, que son los “colored”. Aunque en inglés existe el término mestizo, en este caso se trata más de un fenómeno de aculturación de la primera colonización holandesa del S.XVII y XVIII, tanto en el idioma, como en la religión y las costumbres. (“Ellos, ingenuos, llamaban civilización a lo que constituía un factor de su esclavitud.” (Tácito). Lo más paradójico es que en las primeras elecciones libres de Sudáfrica, muchos “colored” votaran al racista Partido Nacional.
En 2013 celebrábamos el 50 aniversario del discurso del Rev. Dr. Luther King Jr., en la marcha a Washington D.C., del que extraigo una cita: “I have a dream that one day my four Little children will live in nation where they will not be judged by the color of their skin, but by the content of their characters, I have a dream today!”
Jesús Centenera
Agerón Internacional.