Los Papalagi caídos del cielo en Samoa - Moneda Única
Opinión

Los Papalagi caídos del cielo en Samoa

Jesús-Centenera-(Ageron)

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De cuando nuestro mundo es pequeño

Apenas se distingue la fina línea del espejo, tímida bisectriz donde se besan entrelazados, como  Psique y Eros, un colosal cielo abovedado y un mar profundo hasta el abismo, azules ambos y ambos salpicados de motas blancas, por las  danzarinas nubes dispersas que juegan formando arabescos y por la saltarina espuma de las revoltosas olas, que se empujan como adolescentes inmaduras. En medio de esa esfera perfecta, el gran Tagaloa-lagi, el dios creador, hizo rodar las inmensas rocas del cielo, asentándolas en el medio justo, creando las islas de Savai’i y Upolu, que conforman Samoa, y las pobló de plantas, animales y hombres.

En una diferencia notable con el resto de los polinesios, los samoanos no tenían una leyenda fundacional de grandes naves colonizadoras abarrotadas con sus intrépidos pobladores primigenios, cargando sus árboles del pan. Porque ellos habían sido creados allí mismo, y no había más mundo que aquel. Rodeados y aislados por un mar que era como el caprichoso  y voluble Euripo, el estrecho que separa la isla de Eubea de la península helénica, donde cambian las direcciones de las corrientes marinas siete veces al día y que sorprendía a Posidonio, Estrabón y a Plinio el viejo. ¡Qué de metáforas posibles!. Ya decía Apollinaire: “La vie est variable aussi bien que l’Euripe”.

Aislados, hasta aquel día extraordinario en que: “No Tangaroa te vaka, kua tere i te aka i te rangi e…” como relata la canción Mangaia de la llegada de Cook. ¡Anda, anda!, que como sé que andas un poco flojo en polinesio, te lo traduzco: “Es el barco del dios Tangaroa (Tagaloa en Samoa), navegando desde el cielo…”, aunque la versión del misionero, reverendo Gill diga, de manera más vibrante y poética, lo siguiente: “atravesando con una explosión la sólida bóveda azul del cielo” (de donde ha salido el “sky-bursters” de los anglosajones). Los “c” o extranjeros habían llegado a su tierra, y no podían llegar de otro sitio que no fuera del cielo. Caídos del “Cielo”, como diríamos nosotros, aunque sin el matiz positivo. Cuando luego los misioneros blancos les hablaron del Paraíso terrenal (el “Pairi-daeza” o jardín, en avéstico persa), concluyeron que no podría haber sido otro sitio más que la propia Samoa. Pasaron, pues, del: “no puede venir extranjeros más que del mismo cielo”, a propugnar que: “todos los demás hombres debieron salir de Samoa”. Y tan contentos.

Antes de Cook, el primer explorador occidental fue el holandés Jacob Roggeveen, pero se fue tan pronto había llegado, seguido por el francés Louis Antoine de Bougainville, que traería a Europa la planta que luego recibiría su nombre. Y en 1830, el reverendo John Williams, de la London Missionary Society que cambió radicalmente la cultura de las islas con la introducción del cristianismo. Ya fueran con el objetivo de conocer, explorar, predicar o beneficiarse de ellos, el resultado indirecto fue abrir la sociedad al mundo, más marcado en la Samoa estadounidense que en la antigua Samoa Occidental, actual “Samoa a secas”. O sea, Samoa (sin secas).

Es comprensible que hasta esa fecha se sintieran el ombligo del mundo, y se recrearan en esa maravilla de la Creación (o de la orogénesis), porque es cierto que el Pacífico es superlativo y que la belleza de sus islas nos balancea y arrulla, atrapándonos en la ensoñación de los míticos “Mares del Sur”, desde los relatos de los viajeros y las mil historias de Herman Melville, hasta los cuadros de Gauguin. Lo considero tan hermoso que he decido regalar este año a mis hermanos una isla a cada uno. A la mayor, la isla Malaita en las Salomón, aunque consideré seriamente Boracay en las Visayas; a la segunda, la isla Christmas, como no podía ser de otra manera; a la tercera, la isla de Bora-Bora por la pintura; a la pequeña, la isla de Efate, perteneciente a Vanuatu; a mi hermano, “Paru Paro Dandy”, la isla de Palawan en las filipinas; y a su mujer la isla de Guadalcanal que alberga la sede del Pacific Islands Forum Fisheries Agency. No te sorprendas, lector, de que ande regalando islas. Ellos se lo merecen y yo es que soy así de rumboso. A mi mujer no le regalo una isla, porque hace años le regalé Venus, que tampoco ella se merece menos.

Perdón por la digresión familiar y los tics de mi megalomanía mal gestionada. Volvamos al relato y a la visión etno-céntrica, a la falta de altura de miras de esa historia basada en leyendas, que les sucede también a muchas personas y a muchas empresas contemporáneas, que creen que el mundo gira alrededor suyo, y que es finito, siendo el perímetro del mismo su limitado campo de experiencia vital. No se pueden plantear la realización de un estudio de mercado, ni siquiera que exista otro mercado, más allá de sus limitada cosmología, porque no ven la necesidad. Como les cuesta comprender que el mundo cambia siempre, siendo el cambio lo único inmutable. Y en nuestra época, a una velocidad vertiginosa. La energía centrífuga de la revolución científica y técnica, del transporte y de las comunicaciones, que han traído la globalización, nos empuja hacia fuera con una violencia inusitada, pero sin rabia, ni inquina, ya que sólo somos míseras hojas en un torbellino huracanado, sin control verdadero sobre nuestras vidas.

Es el famoso: “siempre se ha hecho así”, o, siguiendo el símil de hoy, el “fa’a Samoa”, “the Samoan way”, como opuesto a adoptar lo mejor de otras culturas y de otras gentes, como también de la inflexibilidad para adaptarse a los nuevos tiempos. Al final, puede que no queramos salir al exterior, internacionalizarnos, investigar y aprender lo que sucede en otros sitios, pero, un día, más pronto o más tarde, se quebrará la bóveda del cielo, e irrumpirán con fuerza los nuevos papalagi, cambiando nuestro mundo de arriba abajo. ¿Un día? ¡Pero sí ya están aquí! (dígase con la voz de la niña de Poltergeist).

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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