Jesús Centenera.
Ageron Internacional.
De las copias de seguridad
Los oficiales y científicos franceses de los barcos l’Astrolabe y la Boussole estaban muy serios sobre la cubierta de la nave capitana, en ese suave día del verano austral de 1788, en la bahía de Botany Bay, mirando por la borda la chalupa en la que los remeros ingleses se alejaban suavemente hacia el Sirius, la nave principal de los once buques británicos que componían la First Fleet, bajo el mando el capitán Arthur Phillip. Especialmente taciturno se mostraba el capitán de la flotilla francesa, el conde de Lapérouse, Jean-François de Galaup. Había aceptado los suministros y el agua de los ingleses. Había intercambiado cortesías, a través de los oficiales de ambos, con el capitán inglés. Pero no se sentía a gusto enviando ese cofre con candado, que contenía sus diarios, los mapas y cartas de navegación, y algunas cartas personales de vuelta a Francia por medio de ellos. Puede que los demás tuvieran memoria huidiza, pero él no olvidaba que los ingleses siempre habían sido “el enemigo”, con el que había luchado desde que era un joven cadete de la marina francesa, habiendo sido herido por ellos en la guerra de los Siete años. Sin embargo, después de dos años y medio de viaje, la información acumulada era tal, que hubiera sido un inconsciente si no hubiera tomado aquella decisión, por dolorosa que le pareciera. En efecto, tras haber partido de Brest, en 1785, habían realizado un periplo extraordinario, que les había llevado a Chile, Hawái, Alaska, la futura Columbia Británica, California, Macao, Manila, Corea, Japón, Rusia, Samoa y Tonga. (Sí señor, eso es un viaje, y no los cruceros que ofrecen hoy en día, aunque las condiciones a bordo debían de ser más duras, ¿no?). Además, tenían por delante muchos meses de navegación, empezando por la Nueva Caledonia y las islas Salomón, sus siguientes destinos, por lo que carraspeó, y se dirigió a los oficiales diciendo:
“Eh, bien, Messieurs, suivons”.
Después, nada. Ni los dos barcos, ni sus oficiales o tripulantes volvieron a ser vistos nunca más. No hubo noticias. Nada.
¿Has tenido alguna vez la pesadilla de que te falta un examen para terminar la carrera y que, no sólo no has ido a clase, sino que ni siquiera tienes los apuntes? ¿Te has levanto alterado y sudoroso pensando qué vas a hacer para solucionarlo, antes de volver poco a poco a la realidad de que sólo ha sido un mal sueño? Algo parecido me ha pasado en varios estudios de mercado, en los que la recogida de información se hace en zonas lejanas del planeta, y en la que la misma ha sido muy laboriosa, cuando no costosa. Si se pierde, no es ni fácil, ni rápido, ni barato, volverla a recuperar o rehacer. Además, tenemos el problema añadido de que, durante esos meses, el tiempo ha corrido y los clientes están esperando esos informes, como agua de mayo, por lo que incluso con todos los medios económicos y materiales a nuestra disposición (¡Ja!, eso sí que es algo casi irreal, pero puestos a pensar…), no seríamos capaces de realizarlo por falta de tiempo. Por ello, se torna crítico contar con dos elementos básicos: el primero es un control de avance del proyecto, que nos permita saber cómo vamos en el mismo, sobre todo en la fase del trabajo de campo, por medio de informes periódicos del equipo involucrado; el segundo, la realización de constantes copias de seguridad de la información obtenida y de los borradores elaborados.
Se trata de un tema tan serio, que de los momentos que más tensión que he padecido realizando estos estudios, los más dramáticos han sido aquellos en los que nos hemos encontrado con jóvenes (e imprudentes) consultores, que no han sabido entender que esto es un trabajo en equipo, en el que es necesario ir enviando informes y haciendo copias de seguridad. No se trata de andar controlando cada paso que se da, sino de asegurarse que no se pierde la información, que, como ya hemos dicho, puede ser muy costosa de recuperar, o incluso imposible de presentar a tiempo. Algo que parece obvio, no lo ha sido en algunas ocasiones para estas personas inseguras, que con sus miedos y limitaciones, afectan a la seguridad del proyecto común. Para evitar eso, ahora se lo explicamos al principio, haciendo mucho hincapié en este tema, indicándoles que confíen incluso en los ingleses, si es necesario, para poder hacer llegar la información, como hizo Lapérouse antes de desaparecer. En aquella época de los grandes descubrimientos, la noticia tardó en ser evidente, por las comunicaciones de la época (me dirijo a los más jóvenes: os imagináis, que infelices ¡no tenían satélites, televisión por cable, ni teléfonos móviles!). Tan sólo en septiembre de 1791, partió un buque francés en su búsqueda, bajo el contralmirante Bruni d’Entrecasteaux, el primero de muchos “buscadores de Lapérouse”, que llegó a ser una especie de perfil de explorador hasta nuestros días. De hecho, las dos últimas expediciones se organizaron en los años 2005 y 2008, la séptima y octava, respectivamente, pero, en mi humilde opinión, con un perfil más mediático y político, que de verdadera búsqueda científica, porque, ya había noticias al respecto desde 1826, pero, sobre todo, desde 1964, se tenía constancia de que los restos hallados en Varinoko eran los de la infortunada expedición francesa. Aunque nunca se encontraron restos de los cuerpos, al menos sus tripulantes pueden ser honrados hoy en el lugar concreto de su descanso final. Claro que no hay mal que por bien no venga (¿o era al revés?), ya que, al haber “aparecido”, se caen de las “listas de honor” de aventureros desaparecidos, como la del entretenido artículo de Jacinto Antón “En busca de los exploradores perdidos” en EL PAÍS digital. Aunque no sé si prefiero estar en esa lista, o que, a cambio, mi nombre esté asignado a lugares geográficos y escuelas repartidos por todo el mundo.
Jesús Centenera
Agerón Internacional.