Simon Wiesenthal - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De la imposible justicia ante el horror del Holocausto

Siempre he admirado a Simon Wiesenthal, con todos sus claroscuros, por su persistencia en la búsqueda de los criminales nazis huidos (a lo que dedicó su vida, igual que el matrimonio Klarsfeld). Reuniendo pistas aquí y allá, rebuscando información hasta en un sello, entrevistando a gente, recogiendo material y documentos, dedicando horas, días, semanas, meses y años a unir los puntos, lanzando hipótesis y aventurando teorías para poder averiguar los paraderos desconocidos que permitieran llevarles ante la justicia, pero, sobre todo, hacer Justicia, como pasó con la detención y juicio de Adolf Eichmann y de tantos otros. ¡Qué emoción debió de sentir! ¡Qué pequeña dosis de justicia aparente ante la inmensidad del horror del holocausto!

¿Justicia? ¿De verdad crees que somos capaces de hacer algo de justicia? ¿Hay algo que los hombres podamos hacer para aplacar el ruido sordo que sube al Cielo de una humanidad perversa, muchos de cuyos miembros se dedican a exterminar a otros más débiles y desvalidos? Sería muy largo y doloroso hablar de los conflictos civiles en Sudáfrica (con el infame Apartheid), en la Camboya del Pol Pot (con sus gritos del silencio que transformaron su país en un osario gigantesco), en la Ruanda de los noventa (¿oyes los ruidos de los machetes astillando los cráneos de hombres, mujeres y niños?) o del conflicto de los Balcanes, de Bosnia a Kosovo (¿te llega el sollozo desesperado de las mujeres violadas en masse?). O, por aumentar la escala, del Gulag soviético (¿no te han encogido el corazón las decenas de historias de vidas truncadas, por causas arbitrarias, que relata Solzhenitsyn?), como también relatar la barbarie durante las guerras provocadas por el “Occidente imperial” (de Argelia a la India, de Kenia a Vietnam), del genocidio Armenio (toda una generación masacrada, que sigue levantando ampollas internacionales hoy), las matanzas de indios (desde Estados Unidos a la Pampa), o el ataque a la población civil durante las guerras mundiales, por no hablar de la esclavitud que extiende un negro borrón, otro, en el currículum de esta malvada humanidad.

Todos los muertos me duelen, todas las barbaridades me ofenden, pero el Holocausto, la “Shoah”, me ha causado siempre una gran impresión y me ha conmovido profundamente. Matar de manera industrial a otros seres humanos. Utilizar la ciencia y la técnica, pináculo de nuestras capacidades intelectuales, para realizar el exterminio con la mayor eficiencia. Puede que sea porque con dieciséis años leí El hombre en busca del destino de Viktor Frankl, que narraba unos hechos incomprensibles para mí,  que me había criado en un entorno protegido. Y tras el libro de Frankl, la visita a Dachau, mi bautismo del horror a los 21 años, seguido por la visita, ya adulto, a Auschwitz-Birkenau, al Museo del holocausto en Washington, al Yad Vashem, como un nuevo peregrino errante, intentando encontrar alguna respuesta a la crueldad humana. ¡Esos montones de gafas sin dueño, de dientes de oro, de matas de pelo, de maletas y zapatos de hombres y mujeres, de niños y ancianos! Sin ser especialmente bueno, me enseñaron a intentar querer a los demás. En la caridad cristiana y el amor al prójimo. A que el verdadero perdón es el dado a la ofensa 491. “No hay nadie más fácil de engañar que un hombre de bien. Como nunca miente, cree siempre que le dicen la verdad, pues confía mucho el que nunca engaña. No siempre al que engañan es por tonto. En muchos casos, es por bueno” como rezaba El arte de la prudencia de Gracián. Y, repito, sin llegar nunca a ser un auténtico hombre de bien, me eduqué en un entorno de cariño y respeto. ¿Cómo podía yo entender el horror descrito, las humillaciones, las vejaciones, la violencia gratuita, el matar por hambre, a golpes, o por enfermedades inoculadas? ¿Cómo entender las redadas, la delaciones de los vecinos, las proscripciones “legales” y los guetos; los transportes como ganado, la selección al llegar al campo de exterminio, las cámaras de gas, los Kapos y los hornos de incineración, que marcaban con una columna de humo acre el lugar de la maldad absoluta; o el trabajo esclavo a escala masiva e inhumana, incluso contra la lógica económica y militar? ¿Cómo llegar a comprender la “barbarie civilizada”? ¿Era culpa colectiva, como indicaba Goldhagen, basada en siglos de antisemitismo y en el carácter alemán? ¿O todos albergamos un monstruo en nuestro interior, que en un momento de “tormenta perfecta” social y económica, bajo el impulso de un loco con verbo seductor, desató lo peor de cada uno?

Wiesenthal tenía un lema Justicia, no venganza (sobre su obsesión durante tantos años como caza-nazis) del por qué había que hacerlo. Por otro lado, no desear la venganza no lo asimilaba necesariamente al perdón. De hecho, qué sobrecogedora es la historia que cuenta en su libro El Girasol, (de las posibilidades y límites del perdón) el relato que hace de un caso real, la petición de perdón del soldado alemán Karl Seidl en su lecho de muerte en el campo de Lemberg, pidiendo, a un judío cualquiera, para aliviar su conciencia, por haber quemado vivas a casi 300 personas, rematando a tiros a los que querían salir por las ventanas (con un final de historia previsible, triste y polémico).

Empecé este artículo pensando en hacer una comparación entre la búsqueda de información exhaustiva, por todos los medios, de los caza-nazis y las sistematización necesaria de los estudios de mercados. Pero el tema es tan abrumador, tan terrible, que no me ha sido posible banalizarlo, como hago a menudo. Sin embargo, creo que sigue siendo un artículo de Formación, porque nos da una lección vital. El Holocausto es único, como sus causas, pero la maldad humana está ahí, agazapada, exigiendo que sigamos siendo vigilantes, activos y beligerantes contra el racismo, la crueldad, la dictadura y la Guerra.  Termino con una famosa cita de Edmund Burke: “All that is necessary for the triumph of evil is that good men do nothing”.

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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