El Doctor Livingston, supongo - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De los contactos que se hacen en los estudios de mercado

Henry Morton Stanley se derrumbó en el suelo, dejando caer su rifle a la derecha y su salacot hacia delante. Había sido una jornada agotadora, una más, en esta búsqueda maldita en medio del África austral. Estaba harto del polvo, harto del calor y harto de los mosquitos. Por no hablar de estos porteadores. Maldijo algo por lo bajo (con palabras que no me atrevo a repetir), carraspeó y volvió a escupir, (de manera poco victoriana, todo sea dicho, pero como él no era inglés, sino galés convertido en americano, no le importaba demasiado) y gritó a los (pobres) porteadores africanos pidiendo agua.

Después, con el campamento ya montado, mientras el sol se deslizaba hacia el ocaso, se encendió una pipa y extendió el mapa en su mesa de teca labrada. ¿El mapa? ¡Pero de qué mapa estaba hablando! La información era fragmentaria, poco fidedigna y no había escala alguna. Pero es que, aunque hubiera sido un mapa en condiciones, como insistía la Real Sociedad Geográfica que debían hacerse, ¿de qué le hubiera servido? Su tarea era buscar una aguja en un pajar. Así, el periódico The New York Herald, había decidido financiar su expedición al corazón del continente africano en busca del médico y religioso escocés, Dr. David Livingston, del que no se habían vuelto a tener noticias desde hacía tres años. No por una preocupación genuina, como demuestra el hecho de que le encargaran un periplo previo de dos años, sino con ánimo de vender periódicos, (como siempre). Su plan no era muy concreto, más allá de desembarcar en Zanzíbar, y dirigirse hacia el interior del continente negro, no teniendo ninguna pista adicional, por lo que había estado vagando durante meses, dando palos de ciego, en busca del buen doctor, en zonas en donde nunca había estado el hombre blanco, en medio de un continente gigantesco y durísimo. Por eso, cuando por fin se encontró de frente con aquel hombre blanco, vestido a la occidental, alto y delgado, con una gruesa barba descuidada, a miles de kilómetros de cualquier otro europeo, no puedo evitar afirmar, con ese humor tan anglosajón, el famoso: “Doctor Livingston, I presume” (“El doctor Livingston, supongo”).

Los estudios de mercado bien hechos deben incluir siempre el suficiente trabajo de campo para poder conocer las ideas y perspectivas de mucha gente con conocimiento parcial o total del mercado, por lo que siempre son muy agradables desde el punto de vista humano y desde el del aprendizaje personal. Como muestra, en la primera semana de estar en Filipinas, fuimos invitados a una comida de despedida del embajador de España, en la que junto al diplomático, nos encontramos con el espía (ssshhh), el Consejero Económico y Comercial, el agregado militar, el representante de nuestro país ante el Banco Asiático de Desarrollo (encantador), el presidente y el gerente de la Cámara de Comercio (que tanto me ayudarían luego), el presidente del Casino español, el futuro embajador de Filipinas en España, los responsables de varias empresas de importación, y varios españoles y mestizos afincados en el país. Una vez se conecta con la colonia de expatriados, suele ser muy normal disfrutar de una intensa vida social, desde la fiesta latina o la feria de abril, hasta la reunión de la peña del Real Madrid o del Barça, o el torneo de golf de la Cámara, además de fiestas, cenas y reuniones.

Pero creo que la gente más interesante que podemos encontrar no está ahí, en ese círculo exclusivo que representa un trozo de España y de Europa en otros países, sino entre la gente local que viven vidas tan diferentes, muchas veces difíciles, pero casi siempre atractivas, que nos hacen reflexionar y aprender del género humano. Y más si se trata de gente sencilla, con grandes tesoros que compartir. Así, no tiene precio el poder conversar con un viejo pastor argelino de la Kábila, en un francés entre clásico y colonial, sobre cómo ha evolucionado la cadena de frío en Argelia en sus sesenta y muchos años de vida, que nos dio más información que muchos funcionarios ministeriales. O participar en unas reuniones con mujeres de pescadores ecuatorianos de bajura,  para mejorar el envasado y aumentar el valor añadido de la pesca de sus maridos, en un pueblo llamado Pacífico, como el océano que lo baña, y terminar cenando unas langostas recién pescadas con cerveza caliente, a la luz de la luna y las estrellas, porque el pueblo tenía contantes cortes de luz. O poder visitar Ulan Bator de la mano de la increíble Uyanga, que trabajaba de guía turista y de intérprete, a la par que estudiaba para dentista, y cuidaba de sus dos hermanos pequeños estudiantes, porque sus padres vivían en una Yurta en el campo, y que había invertido casi cuatro meses de sueldo en poder tener un ordenador viejo y acceso a Internet, para mantener abierta una ventana al fascinante mundo exterior. Finalmente, esa fotógrafa “free-lance” italiana que llevaba un mes y medio haciendo el transiberiano, sacando fotos de los paisajes y las “almas” rusas, y gracias a la cuál pudimos descubrir quién había robado mi ordenador portátil del vagón restaurante, porque, como en la mejor novela policiaca, al mirar las fotos en la cámara digital, descubrimos al único que faltaba, y luego fuimos con el revisor del tren hasta encontrarle.

El doctor Livingstone, que nunca estuvo perdido, no quiso acompañar a su nuevo amigo Henry Stanley de vuelta a la “civilización”, porque, además de colmar su espíritu aventurero y explorador con el descubrimiento del lago Ngami, del río Zambeze y de las cataratas Victoria, había encontrado un sentido a su vida predicando el Evangelio a la gente sencilla del sur de África, porque aprendió la alegría de compartir su fe y la lección de que todos tienen algo que aportar, si somos suficientemente inteligentes y educados para escuchar a ese pastor argelino, a esa guía mongola o a esos guías nativos que Stanley ignoraba.

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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