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Opinión

El poblamiento de Nueva Zelanda por los Maorís

Opinión-Ageron

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De los estudios de los “Dominios” anglosajones

Era un día luminoso y azul, regalo de “Rangi Nui”, el Padre Cielo, que se abrazaba voluptuosamente a “Papa Tua Nuku”, la Madre Tierra, tumbada ante él y engalanada con un exuberante follaje verde que resplandecía bajo el sol. Se trataba de una visión impresionante, pensó para sí Rewi Maniapoto, mientras sonreía a su colega el jefe Tauhana Tikao Kao  de la tribu de los Enkani Maniapoto. Ese día, más de 2.000 guerreros estaban en lo alto de las colinas, bailando la HAKA, la terrible danza guerrera maorí. Con sus psicodélicos tatuajes de intrincado dibujo, sus mortíferas armas de guerra, sus rostros sudorosos y viriles al sol, alternando los gritos a pleno pulmón, con los dientes apretados, de aspecto fiero, justo antes de lanzar dentelladas al aire. Esta iba a ser la batalla definitiva y la iban a ganar. ¿O acaso no habían resistido bien en la línea defensiva de Waikato Rangi? ¿Y no habían humillado y conseguido detener a esos malditos ingleses en Paterangi con sus “Pa” o sistemas de fuertes escalonados? ¿Y no venía su linaje del mismísimo Rahiri, como mostraba su “Wakapapa” o genealogía, a partir del cual empezaron los “hombres verdaderos”? ¿No eran sus antepasados los que dirigían la Te Araua, la más importante de las siete canoas que habían partido del “Hawaiki” o lugar de origen primigenio, y habían llegado a esas islas que los dioses habían entregado a su pueblo tras años de migraciones de isla en isla?

 

En realidad, además de las leyendas y de la tradición oral, hay muchas interpretaciones para explicar la llegada de los polinesios a las islas que los europeos acabarían conociendo como Nueva Zelanda. Y muchas de ellas contradictorias. Pero la parte más fascinante, en cualquier caso, es el hecho de la diferencia en el patrón. Así, durante cientos de años, los polinesios, avezados marinos que seguían las estrellas y sabían orientarse de manera extraordinaria, habían ido saltando de isla en isla cubriendo la inmensidad del Pacífico, con sus canoas parecidas a catamaranes, con sus batatas, sus árboles del pan, sus cerdos, sus gallinas, sus perros y sus ratas. Pero siempre en dirección del Noroeste al Sudeste, en contra de los vientos y corrientes marinas principales, desde algún lugar entre Taiwán e Indonesia, hasta la lejana isla de Pascua, y quizás hasta la mismísima América. La razón era que los polinesios contaban con poder volver arrastrados por los vientos y las corrientes, por lejos que se hubieran desplazado. Excepto en Hawái y en Nueva Zelanda, de descubrimiento más tardío, que están, inexplicablemente, fuera de este eje de desplazamiento.

En el extraordinario libro “Making Peoples”, de Jame Belich, se nos cuenta cómo los polinesios que llegaron a Nueva Zelanda vieron recompensado su valor (o su despiste) al encontrarse con el paraíso terrenal: una tierra fértil, con agua en abundancia, con colinas, playas y fiordos (aquí se rodó El Señor de los anillos). Sin otros seres humanos y pobladas por los Moa, grandes pájaros terrestres sin alas, que llevaron al denominado “boom proteico”, que hizo aumentar la población hasta unos 150.000 maorís cuando llegaron los europeos hace unos doscientos años.

En mi primer viaje allí, creía que me iba a encontrar con una fuerte minoría local, pero, como en muchos otros antiguos “Dominios” británicos, la población local es muy pequeña, con un 7,4% de un total de cuatro millones y pico (y 16.000.000 de ovejas). En Canadá, los inuit y los indios, denominados “primeros pobladores”, no superan el 2%. Los aborígenes australianos, por su parte, son marginales y no alcanzan el 1% de la población actual. Sudáfrica es un caso aparte, que merece un artículo individual, pero hay algunos de los elementos que comentamos a continuación, que tendrían también sentido si nos centráramos en las zonas de población blanca de la costa, más de influencia británica, especialmente Ciudad del Cabo, o las del interior, en la zona de los Afrikaans, de Johannesburgo y Pretoria.

Un segundo dato que puede sorprender es la densidad de población que aparece como muy baja, por la gran extensión de estos países, pero que es engañosa, ya que la población se concentra en unas pocas grandes ciudades, con unas tasas de población urbana superiores al 80%, y con algunas ciudades muy destacadas, como Auckland y Wellington, o Christchurch (en la isla Sur); Sidney y Melbourne, seguidas por Brisbane; o Toronto, Montreal y Vancouver. De hecho, casi toda la población de Canadá vive a menos de 100 millas de la frontera con los EE.UU., y las grandes poblaciones de Oceanía son todas ellas costeras.

Un tercer elemento a tener en cuenta es la eficacia real del “Rule of Law” o imperio de la ley. Lo mejor de la herencia británica de organización de la justicia y funcionamiento de los tribunales, junto al desarrollo de un sistema democrático, siendo como “islas” de libertad y derechos humanos fuera de Europa y Estados Unidos. Aunque sigue habiendo algunas prácticas proteccionistas y barreras técnicas, estos países ofrecen un entorno de economía liberal de mercado, con baja corrupción, que es idóneo para hacer negocios.

El último punto a destacar es sin duda el alto nivel de renta general de la población. Se trata de países de clases medias acomodadas con buen poder adquisitivo y con gusto por los productos europeos, de los que se sienten culturalmente herederos. Una de las preguntas con trampa que les hago a mis alumnos de posgrado es ¿cuál es la fecha de la independencia de Nueva Zelanda, de Canadá o de Australia? Pero, si la reina de Inglaterra es la jefa del Estado, ¿son realmente independientes? Recomiendo leer “The reluctant Republic” de Malcolm Tumbull, entre otros libros.

Por todo ello, llama poderosamente la atención la baja presencia comercial e inversora española en estos mercados, que deberían ser destinos prioritarios de nuestra expansión internacional y en los que somos, lamentablemente, marginales. Y eso que ya no hay peligros, como los de aquel lejano día, en el valle de Orakau, donde los guerreros iban a jugarse el todo por el todo, para expulsar a los británicos. O morirían en el intento. “Definitivamente, hoy es un bonito día para morir”, pensó Rewi Maniapoto, mientras se lanzaba contra el fuego graneado de los mosquetes ingleses y el muro de bayonetas dando gritos terroríficos por la libertad.

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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