El transiberiano (II) - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De Moscú a Ulan Bator. 2009. Ekaterimburgo

Dejemos las ventanillas y volvamos al interior del tren que hace el Transiberiano. Se me ocurre ir al vagón restaurante, porque con el cambio del euro es muy competitivo (tampoco es que yo sea de los de “all you can eat”, que es más bien ordinario, pero lo reseño porque hay todo tipo de viajeros). Lo primero que veo es a la cocinera tumbada en uno de los sofás del vagón restaurante, que por lo demás está vacío. Imagínate a una abuela, con 40 kilos de más, un delantal sucio y un gorrito blanco de “chef” (que ironía utilizado en este entorno). No me ve entrar, porque duerme plácidamente, y me da vergüenza despertarla. Menos mal que viene la camarera y le dice a “Natasha” que se espabile, que tenemos visita. Siento chafarle la siesta señora, sólo espero que no sea vengativa (qué peligro una cocinera rencorosa ¿verdad?). Pero pienso y comparo, por un momento (que yo sé que es muy feo), si en algún lugar de Europa Occidental, te podrías encontrar a una abuela cocinera, sucia y con sobrepeso, echándose la siesta en el sofá del vagón-restaurante cual odalisca de película cutre. Otros países, otras costumbres. Rusia es así y de otra manera. (Por cierto, yo también tengo un poco de sobrepeso).

Tampoco hay mucha oferta de comer, pero es cierto que ha mejorado desde la época gloriosa de la dictadura del proletariado. Como no me decido, voy pidiendo una cerveza local (me sacuden medio litro, ya que aquí, si se bebe, se bebe), para tomar algo mientras pienso que pedir, pero me la dan cerrada. Tímidamente, le digo a la camarera, mientras pasa como una exhalación, que si me la puede abrir. Se vuelve toda rusa ella y me dice en un tono alto:

– “¡Ábrala usted mismo!”

Pues vaya. Le sonrío y le digo que es que yo, por costumbre, no suelo llevar abridor en el bolsillo del pantalón. Me vuelve a mirar, como si yo fuera idiota, y me dice:

– “Se abre con la mano, a “rossscccaaavich”” o algo así (mi ruso nunca fue bueno).

Vaya si lo intento, hasta hacerme sangre en los dedos, por no quedar mal y dejar en buen lugar al país, pero sin resultados. La vuelvo a llamar. Ella me vuelve a fulminar con la mirada, por lo que intento excusarme:

– Mire, es que yo soy español de España, pero no de Bilbao, y, en mi pueblo, lo abrimos con abrebotellas, es que somos así de raros. Siento destrozar su mítica imagen de caballero español, apuesto, musculoso y apasionado, pero es que no puedo y no puedo, de veras.

Se acerca muy digna, para abrirla ella con facilidad, para humillarme, estúpido inútil, y, de repente, se da cuenta que esa marca en concreto no es de rosca, como otras en el país, y que, efectivamente, hace falta abridor (a no ser que seas de Bilbao). Tampoco dice nada, sólo se va y vuelve con el abridor, como diciendo, ¡qué lata da usted! (¿tendrán abrelatas?) En fin, que pasa en las mejores familias, pero sin las miraditas y lindezas del alma rusa aplicada al servicio al cliente, porque estos son más del sector primario que del terciario.

Tras la cena, me vuelvo a mi sitio para dormir. Comparto el compartimento (me encantan las cacofonías y las repeticiones de sonidos, como habrás podido observar) con un ruso de Kazán grande y fornido, de pelo corto y con una camiseta que pone “300” y letras en griego. En concreto el famosísimo “Molón Labé”, o “venid a por ellas”, la respuesta de un Leónidas arrogante a los persas cuando le piden que entreguen las armas. Es un tipo encantador (el ruso, no Leónidas, que debía de tener un genio, que ya te digo), licenciado en historia, que no ejerce, periodista (a ratos) y se gana la vida como cantautor. Me cuenta que dejó la arqueología por desilusión, cuando un día, in illo tempore, vino el “comisario” de turno y le dijo el camarada que los restos tártaros que habían hallado en la excavación había que datarlos en menos de doscientos años, porque empezaba todo el ruido de los brotes nacionalistas y había que cortarlo de raíz, incluyendo la falsificación de la datación de la historia. Y tan contentos. Bueno, paradojas de la historia, que no sé si creer, afirma que hace poco se enteró de que los responsables de la república autónoma de Tatarstán (¿o se dice “Tartaristán”? ¿Sin relación con Tartarín de Tarascón?), los mismos que se querían hacer independientes de Moscú, habían dado instrucciones de que se datarán los restos en mil y pico años, con independencia de su edad verdadera, pero me suena más a desquite poético por su parte que a otra cosa. También me cuenta que para ser periodista le hicieron hacerse miembro del partido (¿cómo que de qué partido? Pero ¿tú dónde has estado los últimos sesenta años?), pero que sólo estuvo 10 meses y luego le echaron, o se fue, y llevaba años hablando por una radio de internet y dando conciertos como cantautor por toda la Rusia Europea. En fin, no sé cuánto hay de ficción o de verdad, pero pasamos un rato agradable y nos “echamos unas risas”, que decimos en mi pueblo. Lo que sí que puedo afirmar es que el tipo era más simpático despierto que dormido, porque roncaba como los hipopótamos. Vaya noche, “compañero-camarada-periodista-cantautor”. ¡Y vaya cuerdas vocales! Al día siguiente se apeó en Kirov, dejándome sólo y somnoliento en el compartimento, sin nadie con quien compartir.

Después de 26 horas de viaje, llego por fin a Ekaterimburgo a las once de la noche hora de Moscú, o la una de la madrugada local. Nota del traductor, o más bien dicho, del autor: en Rusia tienen un sistema infernal, por el que en las estaciones y en los billetes aparece siempre la hora de Moscú, aunque estés en Vladivostok, con los líos consiguientes. Aunque eso no debería afectar a las fracciones de hora, digo yo. Porque me bajo del tren y está el chófer esperándome con un cartelito con mi nombre en el andén, y mientras estoy bajando, le dice el responsable de vagón, que ha bajado antes que yo:

– ¡Qué bien que hemos llegado con un poco de adelanto!, ¿eh?

– Pues no, de adelanto nada- le contesta el chofer

– ¡Qué sí hombre, que éste llega siempre a las 11:06 hora de Moscú y son en punto!

– Pues a mí me habían dicho que llegaba a la una en punto y llevo desde menos cuarto aquí esperando, así que no sé porque dice eso

– Bueno, pues usted dirá lo que quiera, pero hemos llegado con cinco minutos de adelanto, que yo vengo siempre en este tren, así que no me va a decir usted los horarios que tenemos y cuáles son las horas de llegada.

– “Ejem”, perdóneme ustedes dos, es que estoy un poco cansado y me querría ir a dormir. A usted le felicito por el adelanto y a usted por esperarme con tiempo, y ahora, si les parece, ¿nos vamos?, “porfa, please”

Creo que lo he zanjado de manera muy diplomática, pero como el taxista no dice ni media palabra en todo el viaje, no sé si le ha molestado que cortara tan apasionante conversación. Derrapando en las curvas me lleva hasta el hotel y cuando para, me dice:

– Es aquí.

– Aquí ¿qué? Le digo yo

– Aquí está su hotel

– No mire, que yo voy a un hotel, el Magistr, de cuatro estrellas

– ¡Qué sí!, pues claro, ahí mismo, ¡Mire!

En mi defensa diré que había un edificio con ventanas que podría ser un hotel o las oficinas del sindicato de ferroviarios soviéticos, de no ser porque el acceso era una puerta de una hoja, de metal, blanca, estrecha y con dos cristales opacos, con pinta de todo menos de un hotel de cuatro estrellas. ¡Ah! Efectivamente, había una placa apenas iluminada, en un lateral, en la que se leía en ruso y en inglés el nombre del hotel (sin mención al número de estrellas). Bueno, pues me bajo. A lo que el taxista, se apiada de mí y se baja también, como para darme confianza o como para demostrarme que sí que es allí. Y, entonces, empieza esa parte que parece que me invento en mis relatos, pero que es cierta como la vida misma. La puerta está cerrada con llave y hay que llamar a un timbre. No responden. Volvemos a llamar. No responden. El ruso da unos golpecitos en la puerta. No responden. Llama de nuevo al timbre. Nada. Aporrea la puerta. “Sin novedad en el frente del Este”, mi capitán. Así diez minutos. Entonces, le digo, espere, tengo un teléfono en mi reserva. Llama y pregunta. Se oyen gritos e improperios al otro lado del teléfono. ¡Ah! Es que era el antiguo número del hotel y el paisano que lo tiene ahora está harto de que le llamen, unas veces de noche y otras de madrugada. Volvemos a tocar el timbre. Nada. ¿Aporreamos la puerta a la vez? Nada. Pero, ¡espera, compañero!, encima de la puerta hay una pancarta mugrienta que dice que en el hotel se celebró no sé qué congreso o reunión hace unos meses y hay un teléfono. ¿Nos arriesgamos?  Esta vez, por suerte, no despertamos a ningún paisano. Pero a ninguno, ni siquiera al que nos gustaría, porque el teléfono suena y suena, pero nadie responde. Tocamos de nuevo el timbre. Más aporreos, ¡Wilma, ábreme la puerta! A ver, organización. ¿Tú tocas el timbre y yo aporreo, o al revés? Como llevamos ya más de 20 minutos, es la 1:40 de la madrugada y estamos a 7º C, le digo que si me puede llevar a otro hotel, aunque haya que pagarlo. Me dice que espere, que ya ha llamado él a su jefa y que ella lo va a solucionar. Por dar conversación, le digo que a lo mejor el “pobre” recepcionista ha tenido que ir al baño. Me mira muy serio, mira su reloj, y me dice: no, no creo, tanto tiempo no. Hago como que  miro mi reloj y repito: ¡Pobrecillo, pues sí que lleva tiempo en el baño! Entonces lo pilla, me mira y se ríe. Finalmente, recibimos la llamada de la jefa, que vayamos a otro hotel, llegando a las 2:10 de la mañana donde la misma jefa está ya para arreglarlo todo y que yo no tenga que pagar. Tío, te has ganado una propina, porque no sé qué habría hecho yo sólo sin tu ayuda.

A todo esto, con el cambio de hora y el despiste no he cenado. Y eso que había un pizzero en la puerta del hotel cuando nosotros llegamos, al que habían  pedido una pizza y no podía entrar, pero él se fue a los diez minutos, a poco de llegar nosotros. No debería saber aporrear puertas rítmicamente. De haber sabido la espera que nos aguardaba, se la hubiera pagado yo.

En frente del hotel hay un bar restaurante, el Stab, decorado un poco kitsch con parafernalia comunista del ejército rojo y las camareras vestidas con ropa de “fatiga”, que abre 24 horas, lo cual parece que es muy habitual en Rusia, incluso en la regiones.

La cerveza de barril muy buena (otra vez medio litro, pero hay los que están con jarras de un litro), pero la comida terrible, ya que se me ocurre pedir gambas, que también hay que ser ingenuo ¡gambas en medio de los Urales! Estas debían estar pescadas con dinamita, congeladas, descongeladas, vueltas a congelar y luego pasadas por la sartén. A lo mejor eran de las antiguas raciones del Ejército Rojo, conservadas desde hace 18 años. En fin, que pasa una camarera y le pregunto que qué es eso, eso es queso, así que pido queso, que con eso no te equivocas casi nunca.

 

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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