Jesús Centenera.
Ageron Internacional.
De las dos almas de un país y de un tercero en discordia
Los recuerdos de juventud son como los espejismos de los oasis del desierto: ubérrimos en dátiles inexistentes, reconfortantes en su sombra anhelada, vivificantes con su agua soñada pero irreal. Cada uno ve lo que quiere ver, con independencia de la realidad que le rodea, normalmente un calor sofocante e inmisericorde, entre la ardiente arena de los desgastantes años y el sol abrasador de la madurez. El pasado es mío, y yo lo moldeo a mi gusto, lo embellezco sin pudor, lo reactualizo siempre. Aún sabiéndolo, no puedo evitar dejarme desbordar por la nostalgia de aquel verano, in illo tempore, cuando la dictadura comunista se llamaba “el paraíso de los trabajadores”, en que estudiaba ruso en la Universidad estatal de Kiev, “llamada Taras Shevchenko”, acompañado de mi joven y bella esposa, y cargado de ilusión juvenil, de curiosidad por sumergirme en la cultura rusa, de ambición por empaparme de todo lo nuevo, lo distinto, lo único. El mundo era maravilloso cuando éramos jóvenes. O en realidad no. En cualquier caso, Ucrania tiene para mí esa magia del mito y ese amor irracional de todo lo iniciático. Durante años he seguido la evolución de esa tierra tan querida, entre la preocupación y la zozobra de dos décadas de independencia, que ha evolucionado a pena y honda ansiedad en los últimos meses, a las puertas de una guerra civil. Me ha desagradado la prepotencia de sus dirigentes, el secuestro de la pacífica revolución naranja, la corrupción del aparato del Estado, el uso desaforado y criminal de la fuerza, pero también los excesos del desorden ácrata, violento e intransigente, que ha rondado el golpe de estado en la plaza de la Independencia (llamarlo “plaza Maidán” es redundante, porque es lo que significa).
Si se quiere entender las dos almas del país, se puede estudiar su tumultuosa historia, desde la conquista de toda la orilla izquierda hasta Crimea por los zares ante un Imperio Otomano en retirada, sirviendo el Dnieper como muralla entre dos mundos, hasta que se produjo la “unión voluntaria” de los ucranianos al imperio ruso, para sacudirse el “yugo” polaco-lituano occidental, pasando por la efímera independencia tras la I Guerra Mundial, y por el “regalo” de Nikita Jruchov de la península de Crimea a la República Socialista Soviética de Ucrania, tras desgajarla de la R.S.F.S de Rusia. O se pueden mirar los datos que nos indican la división entre dos comunidades, que se consideran ucranianos o rusos, ucranianófonos y rusófonos, dependientes del patriarcado de Kiev o del de Moscú, agrícola o minero-industrial, de mayores y menores rentas, etc., y su reparto territorial.
Pero te invito, mejor, a que mires al pasado a través de los ojos de la literatura, con uno de los clásicos del siglo XIX, “Taras Bulba” de Nicolás Gogol. De la lucha entre los dos hermanos, el joven romántico Andrei, que enamorado de una joven, se pone del lado de los polacos (“europeos”), y su extrovertido hermano Ostap, que sigue los pasos de su tempestuoso padre, Taras Bulba, el Hetman o caudillo de los cosacos Zaporogos, que busca la independencia por su especificidad (“eslava ortodoxa”). El mismo Taras que, ante lo que considera una traición insufrible de su hijo a la “patria cosaca”, le quita la vida de un tiro, diciendo: “? ???? ???????, ? ???? ? ????” (“Yo te di la vida, y yo te mato”). En la segunda versión, la de 1842, para contentar a la censura rusa, Taras Bulba muere quemado vivo dando vivas a Rusia y pidiendo a sus hombres que continúen la lucha hasta que venga un zar que gobernará el mundo.
Hay un equivalente occidental en la épica novela de Robert Louis Stevenson, “El señor de Ballantrae” (The Master of Ballantrae: A Winter’s Tale) en donde los dos hermanos se quieren unir a la causa jacobita del Bonnie Prince Charlie, el joven pretendiente, pero que deciden, por cálculo político del padre, apoyar a las dos causas, para que gane quien gane, siempre haya un señor de Ballantrae en Escocia. Aunque eso suponga, una vez más, la lucha fratricida. (¿Has dicho en Escocia?)
De nuevo, el fantasma de la guerra se cierne sobre Europa. La guerra, el colmo de la estupidez y de la arrogancia humana. Nadie entra en una guerra para perder, pero nadie sabe qué va a pasar al final. Excepto que habrá destrucción y muerte. Viudas y huérfanos. Heridos y mutilados. Ruina y caos. Desgarro y dolor.
Pero el hecho de que la guerra sea un mal a evitar, no justifica la inacción, la pasividad ante la agresión rusa, ante los fait accompli, aunque sean disfrazados, violando los principios básicos de no injerencia, de no utilización de la fuerza y de no revisar fronteras con irredentismos destructores, que eso ya lo hemos visto antes, con funestos resultados.
Al igual que Antígona, la Unión Europea tiene que desafiar las arbitrariedades y deshumanización del Creonte ruso, para no caer en la impiedad de dejar el cadáver insepulto de Ucrania en medio del campo. No hablamos de si Polinices traicionó a su patria pidiendo ayuda a Argos contra su ciudad, ni de si somos cómplices por ser parte de “Los 27 contra Tebas”. Se trata de que la base de la convivencia humana se debe fundamentar en el respeto de la ley. No se puede evitar la guerra por medio de la cesión ante las posiciones de fuerza. Recordando la cita de Churchill en los Comunes, después del acuerdo de Múnich para “apaciguar” a Hitler dejando a los checoslovacos a su suerte, bajo la excusa de las minorías alemanas sudetes: “Britain and France had to choose between war and dishonour. They chose dishonour. They will have war.” Es injusto acusar a Rusia de actuar como la Alemania Nazi, pero también ignorar los paralelismos. Diálogo y firmeza. O acabaran como los hermanos Ballantrae: “His brother… died almost in the same hour, and sleeps in the same grave with his fraternal enemy”.
Jesús Centenera
Agerón Internacional.