Jesús Centenera.
Ageron Internacional.
De la variedad del mundo musulmán
Acurrucado bajo su manto, para protegerse del frío del desierto, Ibn Battuta contempla la impresionante bóveda celeste. Es una noche despejada, de luna nueva, en que las estrellas pueden verse en todo su esplendor. Piensa en lo fútil que es el hecho de que el hombre, en su deseo de poseer todo lo bello, haya llegado al extremo de querer nombrar a las mismas estrellas, para hacerlas suyas, agrupándolas en constelaciones. Admira sorprendido la vía láctea como una rica tela de seda blanca extendida por Alah, el Grande, el Omnipotente, de un confín al otro del espacio. Es el mismo cielo estrellado que había visto en los desiertos de Libia, de Egipto, del país de Sham, de Asia Central y de Arabia, en este último caso cuando había ido a cumplir con la obligación de todo buen musulmán de realizar la peregrinación o Hach, al menos una vez en la vida, a la ciudad santa de la Meca. ¡Qué pequeño se sentía ante la inmensidad del mundo, ante la grandeza del universo!, tumbado bocarriba en ese desierto africano de poniente, en el ocaso de su vida. Y qué contento estaba de haber seguido la vía del Islam, del sometimiento a Alah, el Clemente, el Misericordioso.
Tomó un sorbo de su taza de té humeante ¡Qué aroma y qué sabor tan intenso! Un placer sencillo en la vida, sonrió, que se puede disfrutar sólo o en compañía de amigos, pero ¿Dónde estaban sus amigos? En realidad, los viejos viajeros atesoran muchos amigos en sitios muy distantes, tanto en el espacio, como en el tiempo, pero, rodeados siempre de extraños, suelen estar solos la mayor parte del tiempo. Podía oler también la deliciosa carne de camella asándose lentamente en las rojas brasas preparadas por los bereberes que dirigían la caravana, despertando su apetito, algo raro en él, que ya apenas comía. Otra de las cargas de su ancianidad. Ignoró el deseo de levantarse para cenar, porque quería seguir concentrado en sus ensoñaciones, tan sólo un rato más, en medio de esa noche mágica.
Pensaba también en el contraste entre la universalidad del cielo y la inmensa variedad de Dar al-Islam (la tierra del Islam). Desde su Tánger natal bajo la dinastía Meriní, hasta las comunidades en la India bajo el sultanato mogol, en donde había sido consejero del mismísimo sultán (por cierto, ¡qué carácter tan voluble!); desde las costas africanas rebosantes de vida y naturaleza, con sus hermanos negros musulmanes, hasta el bullicio de Asia Central con Bujara y Samarcanda (nota: aunque es posterior a Ibn Battuta, no puedes decir que has sido un gran viajero si nunca has visitado la plaza de Registán en la ciudad azul de Samarcanda. Ya estás tardando); desde la maravillosa Alhambra, perla de la arquitectura musulmana, a las mezquitas del Cairo; desde la Turquía Selyúcida, pasando por el Kurdistán, hasta el Irán persa, aunque estos últimos se hubieran apartado de la doctrina verdadera, llamándose a sí mismos chíies, y creando una fractura hiriente en el mundo musulmán, algo que hubiera horrorizado al profeta, que Alah guarde.
La multitud de lenguas, de razas, de culturas, de hábitos cotidianos y de comidas. De los sencillos mantos marrones con capuchas del Maghreb, a las lujosas sedas de China. De las toscas alfombras de nudos de Pakistán, a las ricamente decoradas alfombras persas de finos hilos de Isfahán. De la especiada comida de la India al sencillo tabulé libanés o al cuscús de su patria. Aunque, ¿Cuál es la patria de un hombre que vagabundea siempre por el mundo de un confín a otro? ¿Cuál es el hogar de alguien que, al levantarse, lo primero que hace es mirar alrededor y preguntarse: dónde estoy, qué sitio es éste? Sería mejor referirse a Tánger como su ciudad natal, porque no se puede ser universal y provinciano al mismo tiempo. De las distintas variedades dialectales del árabe, cada vez más separadas entre sí, y del árabe clásico del glorioso Corán, hasta el turco, el persa, el suajili, el pastún, el Urdu o los cientos de idiomas que se hablaban de Oriente a Occidente. ¡Pero qué grande es el mundo y que pequeños somos nosotros! (en realidad, y parafraseando a Orwell, “algunos somos más pequeños que otros”).
Me llama la atención el profundo desconocimiento que hay en Occidente de ese universo cultural que llamamos mundo islámico. Sabemos muy poco y manejamos tópicos, lo cual hace tremendamente difícil el entendimiento y las relaciones comerciales en igualdad. No suelo encontrar una mínima base o tan siquiera interés cuando realizamos tareas de intermediación profesional. Da igual que sea una clase de Máster, que un estudio de mercado de Arabia, o que se trate de la organización de un foro de inversores en Egipto o de una feria en Argelia. La mayoría de los occidentales hace buena, en este asunto, la diferencia entre la ignorancia y la indiferencia: “ni lo sé, ni me importa”. Tendemos a manejar tres o cuatro tópicos y eso nos sirve para que nuestra visión del mundo sea “completa”: no comen cerdo, no beben alcohol y las mujeres van totalmente tapadas. Cuando no le añadimos el sambenito de que son extremistas y terroristas. Pero lo que más me sorprende es la simplificación general de considerar que se trata de una unidad uniforme, descartando la unicidad de cada una de sus partes. Aún siendo miembros de la Umma, o comunidad de creyentes, con una base cultural común, la diversidad dentro del mundo musulmán es increíble. Más allá de matices religiosos (no sólo la división clásica de sunís y chiíes), de raza, idiomas y costumbres, hay una diferencia importante por el grado de apertura, la influencia exterior o el papel de la mujer.
Te invito, amigo, a que leas la Rihla o relato de Ibn Battuta, (en español: A través del Islam, publicado por Alianza literaria). O mejor, a que te embarques en un viaje personal de descubrimiento, empezando por el mágico desierto.
Jesús Centenera
Agerón Internacional.