El caso Bourne - Moneda Única

Jesús Centenera.
Ageron Internacional.


De no olvidarse de lo importante en la vida

Es una suerte haber nacido en un país próspero, democrático y europeo, porque tienes la cobertura mínima de la educación que ofrece una igualdad teórica de oportunidades, la sanidad que reduce la preocupación ante la enfermedad, las pensiones que mitigan el miedo a la vejez, una alta seguridad personal, que contrasta con la tremenda inseguridad de los países en vías de desarrollo, una igualdad entre hombres y mujeres, todavía en marcha pero envidiable por otros,  y un estado de derecho más o  menos eficaz que marca la reglas del juego común y permite la convivencia en armonía en nuestras junglas de asfalto. Si además de todo esto has tenido la inmensa suerte de nacer en una familia de clase media, estructurada y con amor, puedes vivir varios años de tu vida en una cálida burbuja protectora.

El choque con la realidad al salir a trabajar en el ámbito internacional en países pobres de África, América y Asia, es parecido al que sufres cuando tienes que entrar en la vida adulta, que suele ser desconcertante, violento y duro. Como en la película “El caso Bourne” (The Bourne Identity), te despiertas en el camastro de un barco una noche de tormenta, con amnesia, sin comprender lo que te pasa. Sólo sabes que flotabas en el mar hasta que te recogieron, que es de noche, hace frío, estás dolorido, tienes cuatro balas en la espalda, y que hay gente que quiere matarte (como jocosamente decían Les Luthiers: “si tu mejor amigo te clava un cuchillo en la espalda… desconfía de su amistad”). La intriga es doble, por la necesidad de mantenerse vivo en un mundo hostil, corriendo por tu vida, mientras intentas averiguar quién eres y quiénes son los que te rodean. Porque nadie nos había dicho que las noches eran tan obscuras y terribles, como las cloacas de la civilización en la que nos movemos. Ni que los inviernos fueran tan largos y fríos (recuerda, “Winter is Coming…”). Ni que el hombre fuera un lobo para el hombre (el famoso y triste Homo homini lupus de Plauto y Hobbes). Ni que la injusticia, la miseria y las desigualdades se enseñoreaban arrogantemente de la Tierra produciendo una impotencia frustrante.

Hace poco asistí a una reunión de ex-alumnos escolapios, muy castigados por el tiempo ellos, maduras pero todavía rutilantes ellas, pero todos con treinta inmisericordes años más a las espaldas. Me preguntan si estas reuniones no son como mirar a ese frío cielo invernal en donde brillan tenues las estrellas, esa luz del pasado de lo que un día fueron ardientes soles cuyo pálido reflejo nos mueve a la melancolía (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo, “la noche está estrellada y titilan azules los astros a lo lejos” El viento de la noche gira en el cielo y canta” ¿Lo recuerdas?). Miro sus rostros que se esfuerzan por sonreír, miro sus profundos ojos brillantes, y adivino, porque los he vivido también, todos los pormenores que esconden: los fracasos; las traiciones y las decepciones; los golpes de la vida; la frustración en el trabajo o la desesperación del paro que es un túnel del que no se ve la salida; las separaciones y divorcios que tanto desgastan a ambos, y que tanto daño hacen a los hijos; la enfermedad que acuchilla, ominosa o insidiosa, la carne y el espíritu; los parientes y amigos que todos hemos tenido que enterrar; la desesperanza corrosiva; las mil historias de la dura lucha contra ese entorno hostil después de 11.000 días de combate encarnizado.

Pero también les veo besarse y abrazarse con cariño, escucho sus voces y sus risas, las historias alegres que se cuentan: de los estudios realizados; de los éxitos profesionales alcanzados; de los viajes realizados a lugares exóticos; de lo hermoso que es el mundo en toda su diversidad; de la generosidad y la entrega de tanta gente; de lo maravilloso de la ciencia y de la técnica; de la belleza de la música, que siempre está ahí; de la intensidad del amor; de los buenos momentos de la vida de pareja; de la maternidad (y la paternidad) que es uno de esos milagros abrumadores; de la fe los que la tienen; del valor de la amistad para todos. Y en este camino largo, hemos aprendido que lo importante son las personas, no los objetos y los oropeles (“Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos”, que transcribía San Mateo). No nos reunimos sólo por la tramposa y engañosa nostalgia de que cualquier tiempo pasado fue mejor (”Cuéntame…”), sino porque creemos que es bueno rodearse de gente buena, reconfortarse unos a otros.

Mueren unos, nacen otros (“la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más”). Me contaba que en el mismo hospital moría su abuela y nacía su hija el mismo día. Es la alternancia y el contraste lo que hace que apreciemos las cosas buenas de la vida. Después del invierno más largo, siempre viene la primavera (“Tú que estableciste el continuo retorno de las estaciones”). Después de la noche más larga, vuelve a salir el sol por el Este. Como decía Alfonso X el Sabio: “Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, leed viejos libros, tened viejos amigos”. Si todo lo que lees, todo lo que viajas, todo lo que vives, todo lo que sufres, todo lo que aprendes, no te hace más sabio y mejor persona, estás malgastando tu vida. Aprende la lección. Trabaja de una manera distinta. Prioriza a las personas sobre el trabajo y las cosas ya que son sólo eso… cosas. Busca a tus amigos y seres queridos y diles que les quieres. Lo importante no es superar la amnesia y recordar quién eras, Bourne, sino pensar quién quieres ser. Empieza, pues, amigo, a vivir de nuevo.

Jesús Centenera
Agerón Internacional.

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